viernes, 12 de mayo de 2017

Cuando el agua no llega al tanque

La ley de gravedad es un hecho indiscutible. Para todos los mortales que habitamos este bendito planeta es igual. La fuerza que nos mantiene unidos a la tierra es un ancla que actúa en forma de imán, atrayéndonos hacia su centro y evitando que salgamos disparados hacia el infinito cada vez que hacemos un movimiento.
Considerando este principio básico con el que convivimos día a día, no sería ilógico pensar que a medida que necesitamos más oxígeno en nuestras piernas por la exigencia en una carrera, la sangre fluye naturalmente hacia abajo y deja a nuestro cerebro vacío de ideas durante ese tiempo. Hay muchos ejemplos en el atletismo de alto nivel y en maratonistas que no recuerdan nada de la competencia. Es como si todo quedase en blanco, para explicarlo de alguna manera.
Claro que para que esto suceda se debe correr o competir durante mucho tiempo, o al límite de las posibilidades. Y alguien que puede sostener una carrera continua con un máximo esfuerzo durante mucho tiempo es alguien entrenado. Es impensable que un novato pueda correr a un ritmo veloz durante una hora o más.
Bueno, esta es la explicación que más me gusta para justificar reacciones absolutamente reprochables durante mis entrenamientos o competencias.
Yo soy una persona absolutamente pacifica, que ama la vida tranquila y odia la violencia de todo tipo. Me molestan las discusiones y no tolero ver gente peleando. Cuando he sido testigo casual de algún incidente, he quedado con una sensación de malestar que me ha durado todo el día.
Claro que he pasado por circunstancias que me han obligado a reaccionar airadamente, como todos. Tampoco soy perfecto ni pretendo creérmelo. La mayoría de estos incidentes han sido durante mi juventud y los atribuyo a una falta de madurez para poder sobrellevarlos. Gracias a Dios estos tiempos han quedado muy lejos.
Pero cuando corro me transformo. No sé por qué siempre siento una sensación de hostilidad creciente mientras compito. Muchas veces lo he justificado pensando que pongo la voluntad y el esfuerzo físico al límite de mis posibilidades. Pero también he reaccionado en forma hostil en más de algún entrenamiento o competencia sin ninguna razón que lo justifique.
Mis compañeros y amigos de entrenamiento me conocen y lo saben. Han sido involuntarios testigos de algún exabrupto hacia automovilistas desaprensivos o dueños de perros que ladran a nuestro paso. Siempre me cargan y lo recuerdan en forma risueña.
Esta anécdota sucedió hace varios años en un entrenamiento grupal en la Sierra de los Padres.
La mayoría de los atletas marplatenses suelen hacer fondo en la zona de la laguna y sierra de los Padres. Un lugar fantástico cerca de la ciudad que combina bosque y terreno ondulado. Ideal para entrenamientos largos con una exigencia mayor.
Nosotros éramos un grupo de 5 o 6 corredores que nos juntábamos en la vivienda de uno de ellos en el barrio de la sierra. Desde allí salíamos a hacer nunca menos de 20 km. Sinceramente yo era uno de los que menos nivel tenía, y recuerdo que más de una vez me han esperado o bajado el ritmo para no dejarme solo. Sin embargo, no recuerdo haber escuchado nunca un reproche por parte de ellos. Lo consideraban como algo lógico.
Entre los diversos lugares que pasábamos durante nuestro recorrido, hacíamos un par de kilómetros pegados a un alambrado dentro del campo de golf de la sierra. Como todo campo de golf, el pasto era un billar y una verdadera bendición para las piernas. Recuerdo que del otro lado del alambre el terreno era rocoso y resultaba imposible correr por allí.
Si bien invadíamos una propiedad privada, nunca nadie impidió el paso. Seguramente veían que se trataba de maratonistas y no suponía ningún daño transitar por esa orilla.
Pero un día todo cambió.
Un domingo caluroso de verano, veníamos atravesando el campo de golf como tantas otras veces, charlando animadamente, cuando uno de los jugadores que estaban ese día en el campo, acompañado por el caddie, nos pidió airadamente silencio y exigió respeto a su concentración. Tenía razón. Nosotros éramos un grupo de corredores agitados que hablaban poco menos que a los gritos e interrumpíamos un espacio que no era nuestro.
Pero mi reacción fue inesperada. En vez de hacer silencio y seguir corriendo hasta abandonar el campo, yo lo insulté airadamente, (si mal no recuerdo, le prometí que si no se callaba le iba a meter el palo en algún lugar no deseado, y no con esas palabras).
Se hizo un silencio terrible, entre mis compañeros que no podían creer mi respuesta y por supuesto del golfista, que en ese momento se dio cuenta que éramos varios y que si cumplíamos con lo que yo le había prometido no iba a poder hacer nada para evitarlo.
Seguimos corriendo en silencio. Cuando salimos del campo de golf, uno de mis compañeros me protestó de mala manera alegando que no había ninguna razón para tal actitud. Estaba en lo cierto. No había forma de justificar mi actitud.
Tal vez el cansancio.
O eso de que el agua no llega al tanque.
El caso es nunca más nos dejaron pasar de nuevo por el campo. Mis compañeros todavía me lo están reprochando.

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