Hace mucho tiempo leí un cuento corto
del escritor Fernando Sorrentino, que me impactó profundamente. “Existe un hombreque tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”, se llamaba.
En el cuento, un persona
desconocida se aparecía un día al protagonista y sin darle una explicación comenzaba
a golpearlo suavemente con un paraguas en forma metódica pero ininterrumpida,
generando obviamente una reacción del agredido que fue pasando por distintas etapas emocionales,
desde la violencia hasta la indiferencia, generando un vínculo entre los
protagonistas.
Salvando las diferencias, creo
que experimenté una situación similar, por lo insólita, con un conocido que me
acompañaba en bicicleta en las competencias que participaba.
He contado en reiteradas
oportunidades que mi mejor época deportiva fue entre los años 19987-1991. En esa
época, yo hacía podio bastante seguido y llegaba entre los 10 primeros en la
general en casi todas las carreras.
Competía en pista, principalmente,
y en las competencias pedestres de distintas distancias, que se realizaban en
ese entonces.
Durante esas carreras solía
acompañarme un conocido en bicicleta. Digo conocido, porque si bien habíamos coincidido
laboralmente durante un tiempo (éramos empleados de casinos), no éramos amigos.
Es más, solo un tiempo después averigüe su nombre, que no viene al caso, por simple
curiosidad.
Mi seguidor, por llamarlo de
alguna manera, esperaba la largada en una bicicleta antigua tipo inglesa, y
cuando podía se acercaba y se ponía a la par y me alentaba por mi nombre. Evidentemente
se trataba de un ciclista, porque nunca sentía el rigor del ritmo, algo que no
es tan sencillo, y con una paciencia y perseverancia increíble no cesaba de
alentarme. Mi primer nombre es Raúl, y él me conocía por ese nombre. Recuerdo “vamos
Raulito viejo nomas”, como si lo estuviese escuchando ahora. Lo repetía
incesantemente, e inclusive se emocionaba cuando yo progresaba en la
competencia.
Al principio esa situación me incomodaba, inclusive
podía decir que me avergonzaba. Más de una vez tuve que soportar las cargadas
de mis rivales y amigos. A todos les resultaba por lo menos gracioso e insólito.
Llegado este punto del relato, tengo que reconocer que siempre se mantenía a
una distancia prudencial, no perjudicando ni entorpeciendo la competencia ni a
mis rivales ocasionales. Nunca hubo una intención de sacar ventaja o molestar
al resto de los competidores. A veces lo perdía de vista, pero era porque
cuando se hacía un grupo, él se mantenía atrás hasta que tenía la oportunidad
de acercarse para continuar su arenga.
Sobre el final de la carrera, se
iba, y no se quedaba al podio, ni siquiera se me acercaba a saludar. Mis amigos
lo conocían y no hay foto de esa época donde no aparezca.
Su presencia se me hizo tan
habitual, que esperaba el momento de su aparición y más de una una vez,
alentado a viva voz, gané algunos puestos en la clasificación general.
En la foto, voy corriendo una edición
de los 42 km de Mar del Plata, acompañado por Rubén Díaz, ex atleta y hoy
entrenador de atletismo. Atrás se ve a mi eterno acompañante en su bicicleta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario